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PROBLEMAS CULTURALES:

MODORRA MENTAL, LIBROS CAROS

 

Por Hernán Bergara Lodillinsky

 

            Si alguna duda quedaba de que cierta lectura no está al alcance de todos, se disipó cuando un peso dejó de ser un dólar y las editoriales nacionales, desde hace tres años ya, no materializaron ninguna política para que los lectores pudieran acceder a ciertos libros actuales o a reediciones de viejos libros siempre actuales. Así, por ejemplo, una buena edición (no nacional, por supuesto) de El Capital, de Karl Marx, casi llega a los quinientos pesos. ¡Adiós, Revolución!

            El problema, claro, no es que los libros de editoriales extranjeras deberían abaratarse (¡Qué estúpida utopía!), ni que tendría que volver Menem, sino que las editoriales nacionales no se hacen cargo de la importación efectiva de capital cultural porque cuando tendrían que lanzar ediciones de la obra de Roland Barthes, de George Steiner, de Terry Eagleton o de Edward Said, solo algunos de los pensadores que podrían enriquecer los debates en la escuela, en la purulenta tele, en la radio, en las políticas nacionales y en todo ámbito, prefieren arriesgar menos y lanzar lo que seguro venderá: clásicos de la literatura universal una y otra vez repetidos en colecciones en los quioscos de diarios pero con distintas tapas (sí: ¡los compramos de nuevo!) y un puñado de autores algo insistentes y repetitivos aunque se diga que publican libros nuevos (pero ésta es otra discusión): Coelho, Bucay, Sueiro, Fielding y… ¡Sábato!. Así que, como dice el joven y actual narrador nacional Martín Kohan: un libro nuevo y bueno de una editorial extranjera ya no se compra: se permuta por el equipo de música como parte de pago en el mejor de los casos. Y si bien es un precio justo por que tu cabeza cambie, en realidad los libros deberían valer un poco menos. Menos, para que no sigamos poniendo la misma cara de bobos cuando la gente pregunta cómo solucionar este problema que es “cultural”.

            ¿Cómo presionar a las editoriales nacionales para que dejen de especular tanto? Demandándoles ediciones nacionales accesibles de libros hoy tan indispensables como incomprables. Eso por un lado. Y por el otro, ya que es simplista pensar que este problema cultural es tal porque los libros están caros, va siendo el momento de que nosotros también descrucemos los brazos y tengamos conciencia (y actuemos en consecuencia) de que parte del problema nuestro se debe a una enorme cantidad de falta de ideas en todos los frentes, que leer nunca fue contraproducente para abrir un poco las cabezas y pasar el plumero a la modorra mental en la que estamos desde hace una década y sin mucha gana de salir. Esto es: se supone que hay un ida y vuelta entre el buen libro (como un agente cultural hoy fundamental y ausente) y el lector, a través del cual el primero aporta ciertas cosas, con sus propias e irreemplazables herramientas, y parte de todo eso va a parar al quehacer humano en la calle, en la nación, en la historia. Algo de eso se relaciona con lo que conocemos con el nombre de cultura, que no hay que confundir con los cazarrecompensas que responden preguntas en el programa de Susana Giménez. Con lo cual hay dos responsabilidades: una, nuestra; la otra, también. Una: tenemos la obligación de querer salir del agujero interior, para no ser ni mediocres ni hipócritas. Dos: tenemos que exigir que todos los agentes de la cultura, entendida como aquí se la entiende, funcionen como deben funcionar: que sean accesibles y que no sean solo mercancía. Quizás, si todo esto funcionara como debiera, y si por ejemplo la peligrosa, reincidente, apolítica y fayuta clase media nacional (nosotros) leyera un poquito más, comenzaría a darse cuenta de que una sorprendente cantidad de males salen en forma directa de sus brazos cruzados y de la mala forma en la que los suele descruzar las pocas veces que lo hace. ¿Y todo eso por no leer? No exclusivamente, pero este es solo un artículo sobre los frenos a la lectura.

 

 

 

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